El año 1977, 40 años después.

Mi madre sobrevivió el Holocausto de niña. Nació en una aldea polaca durante la fiesta de Shavuot de 1934, junto con su hermana melliza, pero es una fiesta que ese año tuvo 3 días en lugar de 2, y los archivos de la aldea fueron destruídos durante la guerra, por lo que es imposible saber fecha exacta. Ella jamás la supo y, además, día mas, día menos…solo preocupa a los astrólogos esas minucias en tiempos de desastre. Con los años llegó a Sudamérica, y parió sus 2 hijos en Argentina, lugar en el que jamás decidió ser ciudadana, por no sentirse ciudadana. Sin ideologías, siguiendo mansamente a su hombre y su nación natal. Y ahora, un Shavuot 4 décadas después que organizara mi partida, mi exilio, mi fuga, mi escape de La Junta y  un apostar por la vida y una nueva vida, recuerdo a mi difunta madre. Su silenciosa alegría por el «keiskij», la torta de queso de Europa del este, así como el «apffelshtrudel», la torta de manzanas con pasas de uva, que yo iba a comprar con parsimonia a la panadería de la calle Julián Alvarez, cuando mi madre así lo decidía. Podía ser una celebración, pero podía ser culminar una semana de trabajo frente a la máquina de coser, unas 16 ó 18 horas por día, casi toda la semana. Y por ello, las 2 tortas alargadas eran un tipo de remuneración, de compensación por la amargura del yugo cotidiano. Hija de la supervivencia, jamás oí de su boca un reproche, pero recuerdo haberla visto llorando amargamente mientras cosía pantalones en su máquina Singer, de la mañana hasta bien entrada la noche.

La fiesta de Shavuot es una bendita vacación para mí, y me atrapa sin rezos ni bendiciones. Me han enviado un artículo de Martín Caparrós sobre nuestra generación, él, exilado por segunda vez, esta última por elección, y yo exilado por supervivencia  en la otra punta del mar Mediterráneo. Recuerdo ese año de preparativos, de esquivar patrullas y comprar libros «importantes» según Eugenio Mariani, mi maestro de  pintura, porque quién sabe que demonios habrá en esas tierras lejanas, mas allá de océanos y mares, en medio de desiertos. Ese año de organizar mi escape- 1977- mi tomar distancia de una tierra donde nací y crecí, donde viví 16 años. A un lugar donde nadie me espera, donde desconozco el idioma, donde no tengo amistades ni familia cercana. Bueno, algunos primos, nacidos en Rusia en plena guerra, pero crecidos en Montevideo: algo de castellano deben recordar. Año de vivir intensamente, de mirar con otros ojos lugares queridos, seres cercanos, copiar frases y retener imágenes: sabe Dios cuando volveré a ver todo esto. En caso que consiga viajar sin problemas, que la suerte me lleve de un solo pedazo hasta el asiento en el avión. Sigo mi rutina, pero es el comienzo de un fin, de un telón inevitable, latente. De una rutina que puede truncarse en cada instante. Si alguién intenta detener a mi padre…él ya sale a todos lados con su «45» sin seguro, a él no lo harán carne picada y electrocutada, no. Como a su amigo de juventud Efraín «Tito» Rubín, compañero de lucha en viejos tiempos, socialista y judío como él, que compartieron cárcel en el Penal de Olmos, que cruzaron juntos remando al Uruguay, perseguidos por la Sección «Orden Político» de la policía de Perón, que se batieron a tiros con los matones de la «Alianza Libertadora Nacionalista», intentando quemar la Casa del Pueblo, o al poner una bomba en un colegio judío, o tirar una granada en un mitín del partido socialista, o atacar al diputado Alfredo Palacios. El año 1977: «Tito» Rubín desaparecido, mi padre artillado y con policías de civil que lo siguen, mi madre que sufre un pre-infarto, y yo, organizando mi viaje por una presunta beca de estudios en el extranjero. Con una copa de vino, me dedico a hacer un exhaustivo ejercicio de memoria: el año 1977 bien lo merece.

1977, el año fundacional. En España la Transición, en Argentina la represión.

Mi rutina giraba entre varios ejes: rutina de estudios, de mi 4to. año de bachillerato en el colegio nacional n.5 «Bartolomé Mitre», mas conocido como el schule Mitre. Esto implicaba las reuniones de estudio que el «grupo del fondo» realizaba por cábala cada nuevo examen de matemáticas en mi altillo. Reuniones que combinaban estudio, un picadito de fútbol en la terraza aledaña, a veces truco o «7 y medio», y si era invierno mate con factura a veces. Los que llegaban tarde o últimos a mi casa eran recibidos con una salva de frutos del plátano enorme frente a mi casa, que ofrecía ramas con hojas y  proyectiles a nuestro balcón del 1er. piso. Otro lugar de reunión eran las clases de educación física, que creo ese año eran en el estadio de River Plate, lo que implicaba un buen trecho cruzando la ciudad en ómnibus, y luego cruzar un descampado vecino a una villa miseria, lo que hacíamos con la plata justa para volver, y cédula. La otra posibilidad era bajar 2 paradas después y hacer un trecho por la calle del «Tiro federal», destacamento militar y polígono de tiro de las fuerzas armadas. Así es que íbamos indefectiblemente por el descampado.

Buenos Aires, territorio de conventillos y remolcadores a fines de los 70.

Luego estaba mi compromiso con el taller de pintura y con Eugenio Mariani, su maestro. Tres cuadros al óleo por semana era lo mínimo que él exigía para enseñar y dar críticas de trabajos.  Cómo incluir eso en una rutina que incluía trabajo, o estudios o sociales, era asunto de cada uno. «Disciplina de trabajo» decía Eugenio «luego toda charlatanería». Así es que había que imponerse días o noches, y así mi repisa-cama estaba siempre abierta y en una esquina el caballete y la mesita con el aguarrás y los pinceles estaba a la espera. Pero el taller no era sólo pintar, sino libros que Eugenio nos pasaba y había que leer a la brevedad posible para pasarlo a otro alumno y , terminada la ronda, hacer también debate y crítica como con los cuadros o alguna película «importante» en términos de Eugenio. Así, por ejemplo, me leí el «Ulises» de Joyce en 4 meses y medio, entre cuadros y exámenes del colegio. También el año anterior estuve exponiendo, junto a Miguel Angel Fabrizio, compañero de taller, en la Feria de San Telmo, también bajo incitación del maestro. «Vayan a charlar y discutir con otros, a ver otras ideas y afilar la mente…quizás lo que buscamos está frente a la nariz y otro lo veo mejor que uno…». 1977 me encuentra ya en preparativos para irme del país solo, y yo me pregunto en qué invertir mis escasos recursos: algún otro libro en español, óleos y pinceles, ropa…No sé qué me espera.

planisferio 1972 001

El mundo era entonces algo chato y abstracto, con dimensiones inimaginables.

Un noche por semana era la reunión del grupo que iríamos a diversos colegios internados en Israel, jóvenes de entre 15 y 17 años. También esto era tiempo caro, pero que invertíamos ante el temor a un desconocido futuro común. había que hacer trámites diversos y exóticos: sacar certificados médicos, exámenes psicológicos, constancia de estudios del colegio ( que me valió de insultos prepotentes y antisemitas de uno de los preceptores), y una variopinta lista de tareas a cumplir, que me llevaron a calles desconocidas de mi ciudad. Era un gran caminador y desconfiaba de las patrullas policiales, por lo que las líneas de subte eran mi transporte favorito: planificaba mi trayectoria según líneas de subte y combinaciones, y luego a pie, así fuera 20 cuadras de distancia. Algunas veces hasta renunciaba a una combinación en favor de un paseo porteño, como cuando iba una vez al año a renovar la suscripcción a la revista programa de Radio Nacional, viajando por la línea B y luego 15 cuadras a pie en línea recta. La línea B de subte comunicaba mi barrio con mi colegio, y con el centro, por lo que era mi favorita. Sabía como evitar apretujamientos en la hora pico, y como abrirme paso, hombro al frente, en medio de la masa humana al tener que bajar. También estaciones como las que conectaban a los túneles bajo la avenida 9 de julio, eran submundos simpáticos: allí estaban los negocios de coleccionistas, sean de tebeos e historietas, de cajas de fósforos, de chascos y bromas, banderines groseros o trofeos nazis. El aire viciado de estos túneles me era familiar y cercano, y aparte jamás me crucé por allí con un piquete de policías. O soldados en redada. Era tierra segura estar bajo tierra, como un topo.

Túneles del subte y galerías bajo la avenida 9 de Julio en Buenos Aires

Túneles del subte y galerías bajo la avenida 9 de Julio en Buenos Aires

———————————————————————————————————————————


Retomo el borrador luego de no poco tiempo. Es el 31 de diciembre del 2017 y mañana ya serán otras estadísticas, distancias imperfectas sin aniversarios decimales, de esos que se miden por décadas, centurias y milenios. Lo cierto es que este año por terminar le han dado mas titulares los aniversarios emblematicos como un siglo o medio siglo. El mas conocido y sísmico fue la revolución bolchevique de Octubre de 1917, con no pocos análisis del legado comunista y postcomunista. A mitad de camino, 5 décadas de distancia, episodios como el asesinato del Che Guevara, apresado en Bolivia, o la guerra de los 6 días, que dará origen a la ocupación de Cisjordania y Gaza. Pero en ese 1967 yo tenía 6 años de edad y aún una percepción limitada de la realidad. Supe de esa guerra por regalos de familia con símbolos de «la victoria»: un llavero con la efigie dorada de Moshe Dayan, con su parche en el ojo y casco de guerra, que me robaron así como lo llevé a lucie al colegio. Del Che ví la foto en los diarios de su cadaver exhibido en la escuelita de La Higuera, tan similar a la «lección de anatomía del Dr. Toolp» de Rembrandt Van Rijn. Un año de contraer un estreptococo que casi me deja con fiebre reumática y una lesión cardíaca de por vida, de exámenes médicos- cardíacos, test psicológicos, electrocardiogramas- de empezar a tartamudear, de decidir sobrevivir y ser lo mas sano posible. Y con todo, ahora que lo pienso sobrevivir a la maestra de primer grado, la señorita Milena, adicta tirar y retorcer orejas al menor sonido, o castigos peores, merece un capítulo aparte. En grande, el año 1967 fue saltar al océano de aguas turbulentas del mundo de los adultos, y sobrevivirlo. El año 1977, ya era sobrevivir una dictadura militar y una nación que echaba agua por cada costado: grietas sociales, delirios nacionalistas y militares, utopías sociales. Pero también la debacle de una nación que década atrás tenía facultades con ranking mundial entre las universidades del mundo, y una ebullición de literatura, de cine, de teatro, de pintura, de cosas experimentales. La Junta Militar ya estaba llenando a Buenos Aires de asfixia y plomo, pero aún existían muchos sitios de cultura, y de gente que seguía en lo creativo.

bs as

Por ello el año 1977 me atrapa tomando apunte de cosas que eran escenografía cotidiana y antes sobrentendidas, pero camino a un exilio toman peso y valor. Libros, buscar títulos en español, recomendados por el maestro Eugenio, de poesía, de Arte. Comprar tubos de óleos de Alba, pinceles. Nada baratos, pero ¿quién sabe que hay allá entre palmeras y camellos? Dar vueltas y vueltas por cine Arte, o Lorca o el Centro municipal San Martín. Despedirme de las dársenas de La Boca, donde pinté no pocos remolcadores, o de las librerías d segunda mano en Corrientes o Talcahuano, buscando libros amarillentos que quizas escondieran alguna pieza buscada: León Felipe, Herbert Read, Walt Whitman, Arlt o Quevedo. Aún «La Opinión Cultural» de los domingos saca artículos sobre pintores o escritores de países lejanos, análisis sobre la situación cultural en China, entrevistas a psicólogos o actores de renombre, aún si ya están exilados en España o México. Un diario con cojones y contenidos, a ejemplo y figura del Le Monde francés, y términos de Jacobo Timerman «a la derecha en economía, centristas en política, y a la izquierda en cultura». Ese 1977 fue clausurado y expropiado por el autodenominado Proceso de Reorganización NacionaL. Y ese mismo 1977, Timerman, director del diario, fue secuestrado por un grupo paramilitar dependiente del coronel Camps , preso dos años y medio. Entre atentados y desapariciones, enfrentamientos urbanos nocturnos, Buenos Aires aún se refugiaba en lo creativo. Era un escapismo, pero de seguir vivo se trataba. Los teatros aún no cayeron bajo la censura militar con obras con temas de adolescencia y sexualidad como «Despertar de Primavera» y «Juegos a la hora de la siesta» en el teatro Payró o el clásico «Equus» en El Nacional. Una nueva productora de cine anunciaba el rodaje de «Saverio el Cruel» de Arlt, con Alfredo Alcón como personaje central. Aún seguían los domingos los conciertos gratuitos de la orquesta de Radio Nacional, como los teatros de revistas con sátira local y ya no política, como «Locas de Verano 2000» con Dringue Farías y Gogó Andreu en la cartelera del teatro Cómico de Corrientes. Aparecía «Tiburón» de Spielberg, con el género de cine catástrofe, pese a que los chupaderos y centros de detención dejarían a «Aeropuerto» convertida en comedia romántica… solo que se sabría años después.

2 herencias : vanguardia y rebeldía vs. servilismo ( «Votá po el gubierno» de Molina Campos).

Recorrer los cines y pizerías de calle Lavalle para llevarlos en el recuerdo al exilio, de la galerías y librerías de Florida, de Corrientes. Paseo por la Costanera, sin adivinar que por las noches rellenaban el río con cadáveres y de día con escombros de obras en construcción. Un atentado a Videla en la vecina Aeroparque fracasó, por las noches se podían oír tiros y ráfagas en el centro de Buenos Aires, seguidos de sirenas de patrulleros y ambulancias. Lejano estaba el mundo esterior, como la Carta77 de los intelectuales checos exigiendo en Praga los derechos humanos de los ciudadanos, Pink Floyd saca el disco «Animals», o en París se inaugura con barullo el Centro Ponpidou. Los viernes yo iba a visitar al colega y amigo pintor Juan Daniel Habegger. Yo luego de un duro invierno en la Feria de San Telmo renuncié al derecho de exhibir, concentrándome en los estudios y la pintura. Y ahora, en un escape a tierras desconocidas, comprando borceguíes de requechos militares ( sin saber que no sólo no se usaba por Medio Oriente calzado pesado sino zandalias, o casi descalzo), o ahorrando para otro par de medias o un delantal sanforizado para pintar, de Grafa. Caminaba con Habegger por galerías y museos, bajo la lluvia que entonces era un placer urbano que mi padre me enseñó: salir a caminar, bien encapotado, bajo la lluvia. Ver lavarse a esa ciudad gris, llenar de iones negativos la infamia irrespirable del entorno, del «no te metás» y «los de afuera son de palo», los justificativos del uso y el abuso, del crimen y de culpar a la víctima. «En algo andaría…». Ver la silueta del obelisco surgir bajo algún relámpago, y saber que la lluvia espesa borra las huellas de los perseguidos, y mete a los perseguidores a resguardo en una pizzería.

Buenos aires- el obelisco bajo la lluvia

Hay corrientes marinas que se mueven en direcciones contrarias, a pesar de pertenecer al mismo planeta. Mientras en España legalizaban al partido comunista, luego de décadas de persecusión y escarnio, en Buenos Aires juntaban coraje un grupo de madres de desaparecidos y hacían su primera marcha por la plaza. Como los argentinos no eran los únicos «derechos y humanos», también en Paraguay  un referéndum superdemocrático ratifica como presidente vitalicio al dictador Alfredo Stroessner. Se respiraba en el aire lo que las noticias ocultaban, y aparte cada quien se refugiaba en la rutina. La mía era el marco de estudios, disfrutar de cada crítica y clase en el Taller de Eugenio, prepararme para lo desconocido. Mientras tanto, trámites inmigratorios, exámenes de salud, psicológicos y demás. Sacar el pasaporte en una central de policía con ambiente de Cuartel de la Gestapo, nervios en casa cada vez que mi viejo salía diciendo «Si me pasa algo entreguen este sobre a…», a sabiendas que su 45 reglamentaria estaba con una bala en la recámara. Ir a ver una retrospectiva de Raoul Dufy en el Museo de Bellas Artes, lo único que llegaba hasta ese punto austral: algún tercer violín de movimientos modernistas. Era al menos un modo de sentirse cercanos a Europa, a la París soñada a acordes de tango y bohemia. Y sin comprender que París ya no era lo que fue y New York usurpó el liderazgo…todo llegaba con atraso al sur, a la París del subdesarrollo. Con Habegger descubrí otro contacto con el primer mundo y la cultura: el Instituto Goethe. Sí, desde la Alemania Occidental se enviaban a todas las comunidades de ultramar colecciones de la mejor música, reproducciones con textura casi como los originales, ciclos de cine. Fue un shock para mí: podía como socio sacar a casa discos de excelente música clásica grabadas en Deustche Gramophon, descubrir a Fritz Lang y Marlene Dietrich en películas de cine mudo del expresionismo alemán, así como exhibiciones con los grupos «Die Blaue Roiter» y «Die Brucke», con obras tempranas de Paul Klee, Franz Mark, August Macke… una fiesta y una gran sorpresa, una catedral de la cultura en tiempos de infamia y muerte. Habegger conocía el lugar por sus padres, suizos de cantones alemanes, y como toda moneda tenía su otra cara: la clientela del lugar era una condensación de nazis y sus vástagos. Cuando entramos con Daniel por vez primera, decenas de cabezas rubias giraron hacia nosotros y se hizo un silencio. Ojos azules nos escaneaban, porque era claro que no íbamos a sus colegios, ni a remar al club «Teutonia » del Tigre. No creo que me reconocieran como judío, pero sentir decenas de ojos como clavos de todas direcciones, fue una experiencia desagradable. Con todo, una exhibición del grupo «El Jinete Azul» en medio de ese pantano político y militar, que tragaba gente cotidianamente, en una esquina remota del sur del globo, era una oportunidad festiva y única. En la oscuridad de la pequeña sala de cine pensaba quién de los presentes habrá sido soldado u oficial de las Waffen SS. Pero lo que recibía era, además de surrealista, demasiado fantástico para un adolescente sediento de cultura, por lo tanto hice caso omiso de sentirme zambo o mulato en medio de los nibelungos.

El año avanzaba y llegó diciembre a pasos agigantados. Llegó el fin de año lectivo, con calor y humedad rioplatense, y la marcha de los colegios secundarios tirando cuadernos y carpetas, revoleando corbatas y sacos de uniforme, entre  oficinas del centro, pasó a ser un prefacio de los finales, de las despedidas. De amigos de estudios, de aulas rancias y bustos de bronce, de preceptores y cortes de pelo dos dedos encima del cuello de la camisa.¿ Cómo sería el marco de estudios allá del otro lado del planeta? Para qué especular, en unas semanas lo sabría. Pero mucho era lo que desconocía de ese destino, Israel, que me pagaba un pasaje y salvavidas. Sabía que Sadat llegó ese 1977 a cerrar una paz, pero no tenía idea de lo que una guerra implica, de como forma y deforma una sociedad. Eran otros tiempos también allí: ese 1977 un ministro sospechoso de corrupción, Abraham Ofer, se suicida. Rabin renuncia a postularse como jefe de gobierno por un «escándalo» de una cuenta en dólares de su esposa. Hoy el robo y la estafa es lo que mas anhela un político. Tras 11 horas de debate, el congreso israelí (Knesset) acepta el plan de paz con Egipto : 64 a favor, 8 votos en contra y 40 abstenciones. Las guerras no terminarán, pero tendrán alternativas, y un anhelo que es posible la Paz.

1977,  Año de fin de la  guerra egipcio-israelí, y comienzo de la Guerra de las Galaxias.

El año 1977 me lleva cuando casi termina -y yo estaba preparando un enorme contenedor con unas pocas pilas de libros, ropa y material de pintura, despedidas de familia, galerías, sabores locales- a otra circunstancia algo loca. En medio de sirenas nocturnas, listas de cosas a comprar y una casa en estado de alerta, me telefonean amigos de la división para un concurso de colegios en la televisión. Pensé que ya me había despedido, pero aún quedaba un último favor: representar a la división y al colegio en en el programa «Tardes de Marconi». El esperado premio era un viaje de fin de curso el año siguiente para al división ganadora, a  un hotel en Bariloche. Dejo de lado la sorpresa de estar frente a cámaras, otra  vez usar el odiado saco y corbata con el calor navideño y porteño, las diversas preguntas y respuestas y la rapidez mental para sacar ventaja de otros equipos y derrotar equipos con gente muy capaz. En dos semanas consecutivas pasamos a la final de la semana, a la del mes y a la del año, porque nuestro turno en  diciembre nos llevó a esa seguidilla, y entre no poca suerte y un poco de estrategia correcta ganamos un auto para la cooperadora del colegio y el esperado viaje de fin curso para la división. Un grato regalo de despedida, para cruzar luego un océano y un mar, y pasar del sudoroso y húmedo Buenos Aires al invierno frío y lluvioso de Medio Oriente en enero de 1978. Bariloche sigue siendo asignatura pendiente, 40 años después.

Aulas con viejos pupitres, tostados ,Tardes de Marconi. Despedida de mi tierra de juventud.

 

Ricardo Lapin © 2018- Todos los derechos reservados. 

Deja un comentario